Jesús Rodríguez (El País)
Desde su despacho, mucho antes de que amanezca, el papa negro de los jesuitas divisa cada mañana los dominios del papa blanco en Roma. Las ventanas de ambos son las primeras en iluminarse en el Vaticano. Las separan unos centenares de metros. Luego ofician misa en soledad. Son los dos hombres más poderosos de la cristiandad. Unidos a través de la historia por un sólido vínculo de complicidad y también de sospecha.
A lo largo de cinco siglos, sus relaciones han sido tormentosas. De amor y odio. Un papa disolvió la Compañía de Jesús en 1773, y otro, Juan Pablo II, la sometió con mano de hierro en 1981 y a punto estuvo de disolver su caballería ligera. Sus monjes soldados, inquietos y disciplinados. Universitarios y políglotas. Humildes y soberbios al tiempo. Entrenados física y mentalmente como marines por los Ejercicios Espirituales de San Ignacio. Siempre a disposición del pontífice en los cinco continentes; en vanguardia; en el filo de la navaja.
Los soldados papales descubrieron a los pobres. Se pusieron de su lado. La Iglesia no estaba preparada para esa revolución.
El sector más avanzado anhela el regreso de los jesuitas al liderazgo de la Iglesia; que marquen de nuevo el camino.
Arrupe no dominaba el suntuoso y sibilino lenguaje de la curia. Era un vasco directo y cabezota. No se entendía con Wojtyla.
Tras la sangría de vocaciones, sólo hay en España un noviciado con 19 internos. El más joven, de 20 años; el mayor, de 42.
Se saben distintos. Definen su trabajo como “estar en la frontera”. Lo explica el padre Héctor de Vall, de 72 años, rector del Pontificio Instituto Oriental, situado en un elegante palacio semioculto tras la basílica de Santa María la Mayor, de Roma, que busca servir de puente entre las iglesias de Oriente y Occidente: “Nuestro voto de obediencia al Papa es para la misión; el Santo Padre te puede enviar a la frontera intelectual o geográfica que considere oportuna. En un principio, disponía de los jesuitas, un grupo de gente muy especializada, que sabía latín y tenía una carrera civil, para que fueran a los confines del planeta. Hace un siglo, la frontera suponía estar en el mundo de la ciencia, porque los científicos eran ateos. Y los jesuitas, como científicos, debíamos demostrar que la fe no era contraria a la razón; hoy, nuestra frontera es la lucha por la justicia, la paz, la ecología, los derechos humanos”.
Esa búsqueda febril que tantos problemas les ha proporcionado en el Vaticano. Desde aquel 1974 en que la Congregación General de la Compañía decidiera que, para los jesuitas, el servicio a la fe debía ser inseparable de la promoción de la justicia en el mundo. Un terremoto. Su Mayo del 68. Los soldados papales, martillo de protestantes, confesores de papas, aliados de reyes, educadores de ricos, descubrían a los pobres. Y se ponían de su lado. Contra las dictaduras, denunciando el racismo en Estados Unidos, con los más desfavorecidos en Nicaragua y El Salvador. En los barrios marginales. Entre los refugiados. Una refundación rápida y profunda.
Más allá del críptico lenguaje eclesiástico, ¿qué significa en la actualidad “la promoción de la justicia”? Contesta Jon Sobrino, de 68 años, forjador de la teología de la liberación en Centroamérica y uno de los miembros más queridos en la Compañía: “¿Qué es justicia para esas mayorías a las que se les niega una vida digna? ¿Qué es justicia para las mujeres maltratadas y oprimidas? ¿Qué es justicia donde hay apartheid? ¿Qué es justicia si Estados Unidos consume el 28% del oxígeno de la Tierra? La promoción de la justicia no se puede definir. Es vida y dignidad para todos. Algo que clama al cielo. Nuestra misión”.
La Iglesia no estaba preparada para esa revolución. Para ese atracón de libertad. Pasar del traje talar al mono de obrero sin escalas. Ya en la Nochebuena de 1955, el jesuita José María Llanos había dado un portazo al régimen del general Franco y se había instalado en una chabola de El Pozo del Tío Raimundo, en Madrid, junto a un grupo de compañeros de la Compañía. Una experiencia similar a la que habían protagonizado los curas obreros en Francia y que iba a transformar la mentalidad de muchos jesuitas jóvenes en España. Llanos y sus hermanos no habían aterrizado en ese suburbio para convertir a nadie; organizaron una escuela profesional, una guardería, una escuela de educación nocturna, y dinamizaron el clandestino movimiento sindical. Marcharon codo con codo con los vecinos. Construyeron una capilla en una chabola. Hoy es una iglesia en la que aún se trabaja por el barrio.
“Aquel espíritu sigue entre nosotros”, comenta Higinio Pi, de 41 años, que medio siglo después representa una nueva generación de jesuitas en El Pozo. “En aquel momento, los jesuitas querían saber qué pasaba en la calle, vivir como la gente normal, padecer lo mismo. Y salieron del centro de las ciudades y las parroquias. Hoy, las necesidades de la sociedad son distintas; trabajamos para ver cómo acoger a los inmigrantes que acaban de llegar. Estamos a pie de obra; investigamos de dónde vienen y la incidencia social que provocan. Nuestro fin no es enseñarles el catecismo; expresamos nuestra fe al luchar contra la injusticia. Nuestro trabajo con la inmigración no es asistencial; consiste en saber quién viene y por qué.
Hay una parte muy interesante de los jesuitas como think tank para conocer mejor la inmigración. Y también en la cooperación al desarrollo y la cultura por la paz. Nuestro fin no es dirigir; no queremos figurar, sino iniciar proyectos, dejar paso a otros y seguir adelante”. “Es la manera de ser de la Compañía”, explica un veterano jesuita. “Analizamos la realidad del lugar donde estamos y respondemos en consecuencia. Vamos por libre. Somos los free-lancers de la Iglesia. Llegamos a un sitio y ponemos en práctica lo que nadie antes ha hecho. Como Llanos en El Pozo: no sabía qué iba a hacer, no tenía instrucciones de uso, se encontró una realidad y le dio una respuesta”.
A este mismo territorio llegaría en 1974 otro jesuita proscrito. Hoy, a sus 96 años, José María Díez Alegría conserva una lucidez, memoria y sentido del humor envidiables. Doctor en Derecho y Filosofía, licenciado en Teología, profesor de Ética en la Universidad Gregoriana de Roma, hermano de dos generales de Franco, es considerado un precursor de la teología de la liberación en la Compañía. “Tengo dos doctorados universitarios, pero el doctorado de mi vida ha sido El Pozo”, explica sentado en un decrépito sillón de la residencia de ancianos de la Compañía en Alcalá de Henares (Madrid), donde transcurren los últimos compases de su vida. Díez Alegría nunca ha perdido la sonrisa. Ni en los tiempos más difíciles. “Hay que tomarse menos en serio; los obispos podían tomar nota”.
Represaliado por el Vaticano en 1973 por su libro Yo creo en la esperanza, una desnuda autobiografía en la que reflejaba su visión crítica de la Iglesia y el sacerdocio y que negó a pasar por el trámite de la censura vaticana, el padre Díez Alegría había comprendido ya una década antes que “Cristo denunció la riqueza injusta; estuvo con los pobres y criticaba el capitalismo salvaje. Y, en ese sentido, yo estaba a favor del diálogo con los comunistas, y lo decía en mis clases en Roma. No soy un comunista dictatorial, pero creo en un socialismo democrático. Llevaba mucho tiempo fichado. Tras el lío del libro, me obligaron a abandonar la cátedra y dejar la Compañía, pero el padre Arrupe, nuestro general, se portó muy bien; dijo que, aunque yo ya no fuera jesuita, podría vivir siempre en casas de la Compañía. ¡No, nunca pensé en dejar el sacerdocio! Me fui a El Pozo. Era un jesuita sin papeles. Aquello sentó muy mal en el Vaticano. Los conservadores nunca se lo perdonaron a Arrupe”.
Los jesuitas eran los primeros que se habían quitado la sotana y marchado a vivir en pisos. Leían a Marx (la biblioteca de la Gregoriana guarda 47.000 libros sobre el tema). Profundizaban en las religiones orientales. Se mezclaban con gentes de todas las razas y creencias. Vestían taparrabos en la selva de Brasil y túnicas en la India. Rezaban al estilo zen en Japón. Y avanzaban más rápido que ninguna otra orden en su visión de Dios. Sin embargo, fue su compromiso con la teología de la liberación en Centroamérica el detonante de su ruptura con el Papa.
Jon Sobrino sitúa el inicio la teología de la liberación entre los jesuitas en 1969: “Ese año, el padre Ignacio Ellacuría convocó unos ejercicios espirituales en El Salvador, donde se reunieron 200 jesuitas que hicieron una profunda autocrítica ante Dios. Arrodillados ante los pueblos crucificados del mundo, se preguntaron cuál era su parte de culpa para que estuvieran así y qué podían hacer para bajar de la cruz a los oprimidos de la Tierra. En la vida hay un camino que va a los honores y otro que va a la pobreza y los oprobios. Ellacuría escogió este último. Y detrás, muchos jesuitas en América, y luego, en África y en Estados Unidos. Esa aspiración se concretó en la Congregación General de la Compañía en 1974: allí cambió nuestra forma de ver a Dios, a los hombres y a nosotros mismos.
El padre Arrupe, nuestro general, era muy reacio al experimento. Nos pedía prudencia. Decía que estábamos demasiado en el cambio social, en lo político, y nos olvidábamos de lo espiritual. En 1976 me llamó a Roma; hablamos durante una semana, nos conoció y cambió de idea. Nos animó a seguir adelante. No era un camino de rosas. Muchos jesuitas dieron su vida. Dieciséis en Centroamérica. El primero, Rutilio Grande, en 1977″. El mismo Ellacuría sería asesinado por los militares salvadoreños en 1989 junto a otros cinco compañeros y dos trabajadoras de la Universidad Centroamericana. “Yo estaba fuera de El Salvador y me salvé por los pelos. Con la muerte de Ignacio Ellacuría perdimos un gran referente. Ya nada sería lo mismo”.
Casualmente, el mismo día que Ignacio Ellacuría caía bajo las balas del Ejército, su hermano, el también jesuita José Ellacuría, era expulsado de Taiwan por la dictadura del país acusado de actividades ilegales y de comunista. “Frente a la explotación y la pobreza, la respuesta de los jesuitas en Taiwan no fue la caridad, sino la creación de una estructura obrera organizada. Decidimos luchar por los derechos de los trabajadores. Yo creé el primer sindicato independiente del país. El Gobierno me tenía pinchado el teléfono y la policía registraba mi oficina. Hubo encierros y huelgas de hambre. Pero seguimos adelante. Si te metes en el camino de la justicia, es como si coges un cable de alta tensión”.
José Ellacuría, de 78 años, sonrisa perenne, cabellera blanca e ironía jesuítica, sigue trabajando por los olvidados y por la paz en Euskadi. Hoy, desde la comunidad de Loyolaetxea , en Guipúzcoa, donde junto a otros tres jesuitas, Pedro, Manu y Txema, dan techo, amor y esperanza a hombres y mujeres que acaban de salir de la cárcel. “Esto es una comunidad de vida”. Está dispuesto a morir con las botas puestas. “Los Ellacuría somos muy guerreros”.
A mediados de los setenta, el sector más conservador de la Iglesia comenzaba a rebelarse contra los excesos de la Compañía. Se avecinaba la contraofensiva integrista en Argentina, Italia y, especialmente, la España del nacionalcatolicismo. La Conferencia Episcopal hizo llegar sus agravios a Pablo VI y más tarde a Juan Pablo II. La mayoría de los jesuitas que trabajaban en Centroamérica eran españoles. Muchos de ellos vascos. Los nuncios de todo el mundo enviaban a diario mensajes alarmantes al Vaticano sobre las actividades de los jesuitas. El dossier secreto de quejas (que aún sigue sin conocerse) aumentaba en Roma. Sólo el cardenal Tarancón dio la cara por ellos, como confirma el que fuera su mano derecha, el jesuita José María Martín Patino. Se olfateaba la tormenta. En 1981, los jesuitas caían en desgracia en Roma.
Un papa polaco que jamás pisó las selectas aulas de su Universidad Gregoriana en Roma: su particular fábrica de cardenales – “Juan Pablo II, de teología, cero”, dice un jesuita navarro- les iba a humillar a conciencia. Desconfiaba del liderazgo del papa negro, el español Pedro Arrupe, que, con sus portadas en Time o Stern y sus apariciones televisivas, eclipsaba su estrellato mediático. Wojtyla, un sacerdote producto de la guerra fría, nunca comprendió los devaneos de los jesuitas con los marxistas. La creciente democracia interna en el seno de la Compañía. Sus posiciones a favor de la contracepción. Su forma individualista de actuar. Esa “fidelidad creativa” de la que presumen.
Les quería más monjes y menos hombres. “Más que desconfiar, Juan Pablo II nos desconocía; la imagen que tenía de la vida religiosa era muy distinta de la que llevamos los jesuitas”, afirma Ignacio Echarte, de 56 años, una de las figuras importantes en la dirección de la Compañía en Roma. “No somos de vida contemplativa, no cantamos en el coro, no estamos aislados del mundo. Estamos a la intemperie, donde hay barro y ahí te manchas”. “Pero es que si no fuéramos flexibles, no seríamos jesuitas”, añade el padre José María de Vera, también destinado en la curia de Roma. “Si no estuviéramos en el mundo ni cambiáramos según las circunstancias de tiempo y lugar, no seríamos jesuitas: seríamos monjes. Y estaríamos en un convento. ¿Le cuento un chiste para que vea cómo somos?
- Un dominico, un franciscano y un jesuita están un día en la basílica de San Pedro, cuando se produce un apagón y se quedan a oscuras. El dominico aprovecha para reflexionar profundamente entre el contraste entre la luz y las tinieblas, el franciscano se postra humildemente y comienza a rezar “a la hermana luz y la hermana tiniebla”, y el jesuita…
-¿Y el jesuita?
-Sale del Vaticano y arregla los plomos.
En 1981, el momento de debilidad de la Compañía fue aprovechado por el Opus Dei y otros movimientos neocons para arrebatarles los puestos clave en la curia vaticana. El poder. El favor del Papa. El Opus consiguió en tiempo récord la beatificación de su fundador. Y una posición de privilegio en el catolicismo. Mientras, la Compañía de Jesús dejaba de ser noticia. Muda y prudente durante más de dos décadas. Mirada larga y pies de plomo. Resistencia pasiva. Hacer lo de siempre, pero sin ser noticia. Sin hacer ruido. Esperando su momento. Sin desgastarse en enfrentamientos con la jerarquía. Ni siquiera por la beatificación del padre Arrupe, aplazada sine die por el Vaticano. O la de Ellacuría. Dos personajes incómodos para el Vaticano. Aguantar. Pura astucia jesuítica. Una vez más.
Porque en el vaticano, muchos jerarcas habían olvidado que la Compañía ha sobrevivido durante 467 años a decenas de pontífices. A guerras, disoluciones y expulsiones. Juan Pablo II falleció en 2005. Y hoy, el sector más avanzado del catolicismo anhela el regreso de los jesuitas al liderazgo de la Iglesia. Que den un paso al frente. Y marquen de nuevo el camino. Su relación con el nuevo papa, Benedicto XVI (éste, sí, un teólogo de prestigio), se ha suavizado. Incluso ha nombrado a un jesuita, Federico Lombardi, de 65 años, como su jefe de prensa, en lugar del opusdeísta Joaquín Navarro Valls. Y fulminado al líder del grupo neoconservador Legionarios de Cristo, el sacerdote mexicano Marcial Maciel, por sospechas de pederastia. “Algo que Juan Pablo II nunca hubiera hecho.
Tal como están las cosas en la Iglesia, el Papa no puede prescindir de nadie, y menos aún de la Compañía”, afirma un jesuita español, “y Ratzinger nos está dando coba. Bueno, en realidad, una de cal y otra de arena, porque también ha sancionado a Jon Sobrino por sus escritos y nos ha dolido mucho a todos. Cada jesuita es todos los jesuitas”.
El próximo mes de enero, 200 de ellos llegados de todo el mundo elegirán en Roma un nuevo general en su Congregación General número 35 que sustituirá a Peter-Hans Kolvenbach, papa negro desde 1983. Puede haber llegado el momento de los jesuitas, aunque nadie en la Compañía de Jesús más extendida y universal de todos los tiempos se aventure a pronosticar el resultado del cónclave negro. Puede pasar de todo.
En el Borgo Spirito Santo no hay obras de arte ni muebles de estilo. El silencio es absoluto. La madera oscura de los interminables pasillos brilla como un espejo. Huele a sacristía. No hay un alma por el laberinto de corredores y despachos. En algunos rincones, bellos aguamaniles de mármol con toallas de lino. Grandes estancias fantasmales con decenas de albas, las vestiduras blancas de las que se pertrechan los sacerdotes para decir misa, silentes en colgadores de bronce. Capillas insospechadas en los rincones. Y en cualquiera de ellas, algún jesuita de paso oficiando en soledad. Retratos dolorosos de san Ignacio de Loyola, el fundador de la Compañía: “Ignacio” a secas para sus hijos. El mismo despacho del general, en la cuarta planta, no tiene más ornamento que un pequeño lienzo de Ignacio obra de Sánchez Coello que se transmite de general a general. En esta cuarta planta viven 70 jesuitas en comunidad. En áridas estancias amuebladas con cuarteleras camas metálicas.
Son los hombres que gobiernan la Compañía junto a Kolvenbach. El estado mayor del hombre prudente (el más jesuita de los jesuitas) que salvó a la Compañía de las iras del anterior papa. El consejo de administración de esta singular multinacional se reúne a las ocho de la mañana de lunes a sábado en una biblioteca de la tercera planta del palacio. Sobre baratas sillas de oficina, el general, sus 12 asistentes por zonas geográficas del mundo, el consejero de formación, el delegado de las Casas Romanas y el director de comunicación repasan la actualidad del mundo y de la Compañía. Se habla de nombramientos. Sólo Kolvenbach viste sotana, una anticuada, de estilo oriental, recuerdo de sus 20 años en Líbano; el resto, ni alzacuellos, un gesto poco habitual en la curia vaticana, donde el clergyman es de rigor. El estilo es relajado y fraternal. Se habla en inglés, español y un curioso italiano curial entreverado de latín.
El general relata su reciente viaje a Cuba y su encuentro con Fidel Castro, antiguo alumno de la Compañía. Kolvenbach , adicto al consenso, poco amigo de entrevistas y siempre temeroso del efecto de sus palabras en el Vaticano, maneja en privado un ácido sentido del humor. Una ironía muy jesuítica. Hoy, los asistentes ríen con ganas al escuchar sus desventuras en el avión con un papagayo disecado que le regalaron en una de sus escalas centroamericanas: “En cuanto pude, se lo largué a un padre y me lo quité de encima”.
Cuentan los jesuitas de Roma que durante su pontificado, Juan Pablo II salía muy de mañana los domingos para visitar todas y cada una de las parroquias de la Ciudad Eterna. Y a esa hora siempre estaba arrodillado en el portalón del Borgo el padre Arrupe, predecesor de Kolvenbach, en señal de sumisión al Papa. Y que Juan Pablo II nunca hizo frenar su Mercedes para saludar al papa negro. Los lazos entre los dos hombres estaban rotos. Arrupe nunca entendió el untuoso y sibilino lenguaje de la curia. Que cuando dice sí quiere decir no. Era un vasco directo y cabezota.
No se entendía con Wojtyla, que incluso dejó de recibirle. Por fin, en 1981, Juan Pablo II, aprovechando una trombosis cerebral del general de los jesuitas, daba un golpe de Estado en la Compañía, apartaba del poder al sector progresista heredero de Arrupe y nombraba un delegado personal, Paolo Dezza, líder de los conservadores. “El Papa tenía una lista de los jesuitas izquierdistas que no quería que fueran generales; no quería que la Compañía siguiera la línea de Arrupe y contagiara al resto de órdenes religiosas, y por eso intervino la Compañía y puso a Dezza para que preparase la sucesión hacia alguien más de su gusto. Fue un escarmiento para la Compañía y para el resto de órdenes religiosas”, explica un jesuita de la curia romana. Para Juan Masiá, un jesuita significado como progresista por sus análisis de la bioética contrarias a las esgrimidas por la Conferencia Episcopal Española : “La intervención suponía un paso más en la marcha atrás que dio Juan Pablo II frente a la Iglesia del Concilio Vaticano II, con la represión de los teólogos progresistas, el control de las revistas, libros y universidades católicas, y el nombramiento de obispos afines. Juan Pablo II tenía alergia a Arrupe”.
Pudo haber sido peor. Diversas fuentes confirman que el Papa pensó en disolver la Compañía o, incluso, poner al frente de la misma a un religioso no jesuita que podía haber sido el obispo español Eduardo Martínez Somalo, un profesional de la diplomacia vaticana cercano al Opus. El protectorado del Papa en la Compañía duraría dos largos años, hasta la congregación general de 1983, en la que sería elegido Kolvenbach en primera votación. Una sorpresa para todos. Los jesuitas habían optado por un papa gris, de perfil bajo; un sacerdote ajeno a Roma y sus intrigas y a la teología de la liberación para no provocar a Juan Pablo II. Tenía la difícil misión de restaurar la comunicación con el Papa. Y evitar una desbandada de los jesuitas. Para conseguir ese cometido contaba con una larga experiencia como mediador en Oriente Próximo y mucha mano izquierda. Y como él mismo ha asegurado: “Aprendí vaticanés; cuando se visita un país extranjero, tienes que hablar el idioma de ese país”.
“Al padre Kolvenbach no le conocía nadie en la Compañía; de hecho, días antes de la congregación nos mandaron preparar las 10 biografías de los candidatos con más posibilidades y no estaba la suya. El último día, alguien nos dijo que había que hacer una número 11; era la de Kolvenbach , el provincial de Oriente Próximo. La Compañía eligió a alguien que tuviera posibilidad de restañar las heridas con el Papa”, explica el padre José María de Vera.
Desde la enorme terraza que cubre el cuartel general de los jesuitas se domina el Estado vaticano, la majestuosa cúpula de la basílica San Pedro y, del otro lado, un cuidado jardín oculto tras los muros del Borgo Santo Spirito, por cuyo empedrado ruedan las naranjas. Paseamos por este cuidado triángulo verde junto al padre José María de Vera, de 78 años, director de comunicación de la Compañía. Cumple a la perfección el perfil del jesuita: educado, culto y astuto. Madrileño, licenciado en Derecho, Filosofía y Teología, toda su carrera transcurrió en Japón hasta que, en 1994, Kolvenbach le llamó a su lado. “Lo primero que hizo el padre Kolvenbach, al ser elegido general en 1983, fue cargarse la oficina de prensa de la Compañía que tanto había sobrexpuesto a los medios al pobre padre Arrupe y tanto había irritado a Juan Pablo II. Kolvenbach pensaba que la información había sido una de las bases de los problemas de los jesuitas con la Santa Sede. En 11 años no dimos una sola noticia”.
El Padre De Vera recuerda sus primeros pasos en la Compañía. Cuando en la España de la posguerra había siete noviciados. Y en el suyo de Aranjuez, 72 novicios. Tiempos en que nuestro país era la cantera de una Compañía con 36.000 miembros. Años de rígida disciplina militar, de timbres y estrictos horarios. De distancia absoluta entre los propios jesuitas. La Compañía, al mando de un gélido canonista flamenco, John Janssens, les imponía hablarse de usted, no tocarse, no mirarse a los ojos, manifestar una indiferencia total incluso hacia los padres. Eran jesuitas. Los elegidos. Esa parafernalia fundamentalista saltaría en pedazos tras el Concilio Vaticano II (1962-1965) y el rompedor generalato de Pedro Arrupe (1965-1981), el hombre que había sobrevivido a la bomba atómica sobre Hiroshima.
Tras la sangría de vocaciones de los setenta-noventa, hoy sólo subsiste en España un pequeño noviciado con 19 internos. El más joven, de 20 años; el mayor, de 42. Los aspirantes a soldados del Papa viven en un chalé anónimo a las afueras de San Sebastián. Las habitaciones son mínimas, desnudas y sin baño. No hay televisión, sus salidas están limitadas y la cerveza es un lujo. Los aspirantes a jesuitas son educados y angelicales. Atildados en su ropa deportiva. Hablan a media voz mientras almuerzan puré de verduras y macarrones con chorizo. Se ocupan de las tareas domésticas. El maestro de novicios es el padre Juan Antonio Guerrero , de 48 años, un tipo sensato y con aire de místico. Aquí pasarán los novicios dos años a su cargo en un ambiente de silencio, trabajo y oración. “Un tiempo de desconexión para empezar de nuevo”, explica el maestro; “la cuestión es que ajusten su vida a la de Cristo en amor, sufrimiento y pobreza.
Mi trabajo es configurar su disco duro a nuestro sistema operativo”. En esos dos años, sin vacaciones, los novicios realizan tareas en psiquiátricos, asilos y hospitales; llevan a cabo un mes de ejercicios espirituales en completo silencio, rezan dos horas al día, estudian inglés, aprenden a escribir y expresarse en público, y ayudan en parroquias marginales. La última prueba antes de terminar este primer periodo de formación es la llamada peregrinación: los novicios son abandonados en algún lugar de nuestra geografía sin dinero y deben subsistir durante tres semanas, mezclarse con los pobres e inmigrantes, trabajar en la construcción o los invernaderos, hasta llegar a un destino convenido.
Para ser jesuitas aún les quedarán 10 años más en los que estudiarán Filosofía, Teología y otra carrera civil. Y viajarán por el mundo. Y entonces sí, tras un año más en el noviciado, realizarán la tercera probación, que culminará con el voto de obediencia al Papa “exclusivamente para las misiones”, aclaran. Y comenzarán a usar de por vida las iniciales S. J. (Societas Jesu) detrás de su nombre.
A 1 de enero de 2007 , 13.491 personas cumplían esa condición en todo el mundo, 10.000 menos que en 1965. Y, lo que es peor, con una media de edad de 65 años. Las residencias de jesuitas ancianos están a rebosar. Y las vocaciones se dan con cuentagotas, a excepción de en la India, la última gran cantera de los jesuitas. En Navarra, una de las tradicionales factorías de jesuitas, el más joven tiene 70 años. Ya no es raro encontrar colegios de la Compañía sin más jesuitas que el director. Por ejemplo, el colegio madrileño de Santa María del Recuerdo, el más prestigioso de la Compañía en España, con 2.500 alumnos, sólo tiene 20 jesuitas en nómina. “Y la mayoría no está a tiempo completo”, explica su director, el padre Isidoro González Madroño, de 59 años. “Y me parece bien que no haya un exceso de clericalismo en el colegio. Lo que hoy es imprescindible es la colaboración con los laicos: poner nuestra marca y que sigan otros”. La misma Universidad de Deusto, el campus de los jesuitas más grande de Europa, cuenta con una veintena de profesores jesuitas para 11.000 alumnos.
Una sequía de vocaciones que está provocando un intenso debate en la Compañía. Los jesuitas comienzan a plantearse qué misiones, instituciones, colegios, universidades, publicaciones, radios, parroquias deberán abandonar en un futuro inminente y en cuáles deberán centrarse. Ya es imposible que atiendan a todo. El general que salga de la Congregación del próximo mes de enero deberá hacer luz al respecto. Y concretar el papel de los laicos y las mujeres en una Compañía de Jesús sin jesuitas.
Una nube de polvo cubre el aula magna donde se celebrará el cónclave negro, en el Borgo Spirito Santo de Roma, a partir del próximo 6 de enero. Un grupo de albañiles y pintores trabaja contrarreloj para adecentar la curia de cara a la Congregación General. A finales de diciembre comenzarán a aterrizar en Roma los 200 jesuitas que elegirán al nuevo general. Un tercio llegará de Asia y África; otro tercio, de América, y el resto, de Europa. Previamente se están celebrando reuniones de jesuitas en todo el mundo para dibujar el perfil del candidato. El padre Pep Buades, de 41 años, delegado de migraciones y uno de los valores emergentes en la Compañía, esboza un retrato robot: “Un hombre abierto, con sentido de libertad, pero que no vaya de héroe; que sane heridas y tienda puentes; dispuesto a llevarse un capón pero que no provoque. Que conozca el mundo y la compañía universal, políglota, con un sentido social fuerte, que haya estado en los servicios centrales de Roma y mantenga una buena relación con la Santa Sede ”.
Sobre todo, eso, que se lleve bien con el sumo pontífice. No hay que olvidar que, ante todo, son los marines del Papa. Siempre dispuestos a todo. Siempre en vanguardia. Como reza su credo: “A mayor gloria de Dios”.
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