Este documento es el resultado del trabajo de los obispos de Latinoamérica durante la Tercera Conferencia General del Episcopado Latinoamericano.
Compartir las angustias
Nos preocupan las angustias de todos los miembros del pueblo cualquiera sea su condición social:
su soledad, sus problemas familiares, en no pocos, la carencia del sentido de la vida... mas especialmente queremos compartir hoy las que brotan de su pobreza.
Vemos, a la luz de la fe, como un escándalo y una contradicción con el ser cristiano, la creciente brecha entre ricos y pobres. El lujo de unos pocos se convierte en insulto contra la miseria de las grandes masas. Esto es contrario al plan del Creador y al honor que se le debe. En esta angustia y dolor, la Iglesia discierne una situación de pecado social, de gravedad tanto mayor por darse en
países que se llaman católicos y que tienen la capacidad de cambiar: «que se le quiten barreras de explotación... contra las que se estrellan sus mejores esfuerzos de promoción» (Juan Pablo II, Alocución Oaxaca 5: AAS 71 p. 209).
Comprobamos, pues, como el más devastador y humillante flagelo, la situación de inhumana pobreza en que viven millones de latinoamericanos expresada, por ejemplo, en mortalidad infantil, falta de vivienda adecuada, problemas de salud, salarios de hambre, desempleo y subempleo, desnutrición, inestabilidad laboral, migraciones masivas, forzadas y desamparadas, etc.
Al analizar más a fondo tal situación, descubrimos que esta pobreza no es una etapa casual, sino el producto de situaciones y estructuras económicas, sociales y políticas, aunque haya también otras causas de la miseria. Estado interno de nuestros países que encuentra en muchos casos su origen y apoyo en mecanismos que, por encontrarse impregnados, no de un auténtico humanismo, sino de materialismo, producen a nivel internacional, ricos cada vez más ricos a costa de pobres cada vez más pobres. Esta realidad exige, pues, conversión personal y cambios profundos de las estructuras que respondan a legítimas aspiraciones del pueblo hacia una verdadera justicia social; cambios que,
o no se han dado o han sido demasiado lentos en la experiencia de América Latina.
La situación de extrema pobreza generalizada, adquiere en la vida real rostros muy concretos en los que deberíamos reconocer los rasgos sufrientes de Cristo, el Señor, que nos cuestiona e interpela:
- rostros de niños, golpeados por la pobreza desde antes de nacer, por obstaculizar sus posibilidades de realizarse a causa de deficiencias mentales y corporales irreparables; los niños vagos y muchas veces explotados de nuestras ciudades, fruto de la pobreza y desorganización moral familiar;
- rostros de jóvenes, desorientados por no encontrar su lugar en la sociedad; frustrados, sobre todo en zonas rurales y urbanas marginales, por falta de oportunidades de capacitación y ocupación;
- rostros de indígenas y con frecuencia de afroamericanos, que, viviendo marginados y en situaciones inhumanas, pueden ser considerados los más pobres entre los pobres;
- rostros de campesinos, que como grupo social viven relegados en casi todo nuestro continente, a veces, privados de tierra, en situación de dependencia interna y externa, sometidos a sistemas de comercialización que los explotan;
- rostros de obreros frecuentemente mal retribuidos y con dificultades para organizarse y defender sus derechos;
- rostros de subempleados y desempleados, despedidos por las duras exigencias de crisis económicas y muchas veces de modelos de desarrollo que someten a los trabajadores y a sus familias a fríos cálculos económicos;
- rostros de marginados y hacinados urbanos, con el doble impacto de la carencia de bienes materiales, frente a la ostentación de la riqueza de otros sectores sociales;
- rostros de ancianos, cada día más numerosos, frecuentemente marginados de la sociedad del progreso que prescinde de las personas que no producen.
Compartimos con nuestro pueblo otras angustias que brotan de la falta de respeto a su dignidad como ser humano, imagen y semejanza del Creador y a sus derechos inalienables como hijos de Dios.
Países como los nuestros en donde con frecuencia no se respetan derechos humanos fundamentales- vida, salud, educación, vivienda, trabajo...-, están en situación de permanente violación de la dignidad de la persona.
A esto se suman las angustias surgidas por los abusos de poder, típicos de los regímenes de fuerza.
Angustias por la represión sistemática o selectiva, acompañada de delación, violación de la privacidad, apremios desproporcionados, torturas, exilios.
Angustias en tantas familias por la desaparición de sus seres queridos de quienes no pueden tener noticia alguna. Inseguridad total por detenciones sin órdenes judiciales. Angustias ante un ejercicio de justicia sometida o atada. Tal
como lo indican los Sumos Pontífices, la Iglesia, «por un auténtico compromiso evangélico», debe hacer oír su voz denunciando y condenando estas situaciones, más aún cuando los gobernantes o responsables se profesan cristianos.
Angustias por la violencia de la guerrilla, del terrorismo y de los secuestros realizados por extremismos de distintos signos que igualmente comprometen la convivencia social.
La falta de respeto a la dignidad del hombre se expresa también en muchos de nuestros países en la ausencia de participación social a diversos niveles. De manera especial nos queremos referir a la sindicalización. En muchos lugares la legislación laboral se aplica arbitrariamente o no se tiene en cuenta. Sobre todo en los países donde existen regímenes de fuerza, se ve con malos ojos la organización de obreros, campesinos y sectores populares y se adoptan medidas represivas para impedirla. Este tipo de control y de limitación de la acción no acontece con las agrupaciones patronales, que pueden ejercer todo su poder para asegurar sus intereses.
En algunos casos, la politización exasperada de las cúpulas sindicales distorsiona la finalidad de su organización.
En estos últimos años se comprueba, además, el deterioro del cuadro político con grave detrimento de la participación ciudadana en la conducción de sus propios destinos. Aumenta también, con frecuencia, la injusticia que puede llamarse institucionalizada. Además, grupos políticos extremistas, al emplear medios violentos, provocan nuevas represiones contra los sectores populares.
La economía de mercado libre, en su expresión más rígida, aún vigente como sistema en nuestro continente y legitimada por ciertas ideologías liberales, ha acrecentado la distancia entre ricos y pobres por anteponer el capital al trabajo, lo económico a lo social. Grupos minoritarios nacionales, asociados a veces con intereses foráneos, se han aprovechado de las oportunidades que le abren
estas viejas formas de libre mercado, para medrar en su provecho y a expensas de los intereses de los sectores populares mayoritarios.
Las ideologías marxistas se han difundido en el mundo obrero, estudiantil, docente y otros ambientes con la promesa de una mayor justicia social. En la práctica, sus estrategias han sacrificado muchos valores cristianos y, por ende, humanos, o han caído en irrealismos utópicos, inspirándose en políticas que, al utilizar la fuerza como instrumento fundamental, incrementan la espiral de la violencia.
Las ideologías de la Seguridad Nacional han contribuido a fortalecer, en muchas ocasiones, el carácter totalitario o autoritario de los regímenes de fuerza, de donde se ha derivado el abuso del poder y la violación de los derechos humanos. En algunos casos pretenden amparar sus actitudes con una subjetiva profesión de fe cristiana.
Los tiempos de crisis económicas que están pasando nuestros países, no obstante la tendencia a la modernización, con fuerte crecimiento económico, con menor o mayor dureza, aumentan el sufrimiento de nuestros pueblos, cuando una fría tecnocracia aplica modelos de desarrollo que exigen de los sectores más pobres un costo social realmente inhumano, tanto más injusto cuanto que no se hace compartir por todos.
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